sábado, 8 de septiembre de 2012

AQUAGYM



 Para que nos entendamos: esto que me está pasando  los lunes, miércoles y viernes de once menos cuarto a once y media en este mes de julio está siendo algo así como la versión algo cutre de un sueño californiano.

Agua  turquesa insultante. Césped  verde arrebatador. Cielo celeste doloroso. Y un montón de mujeres  entre las que me encuentro, en la piscina del club, dando escasos saltitos de jogging acuático, braceando hasta formar un torpe tsunami, peleando con el churro cilíndrico lo justo para no ahogarnos a ritmo de reggaetón.


Unooo, dooss, treess, y cuatrooo y cincooo y seis y siete y vuelta al uno, y vuelta al siete, y ahora con el otro brazo, y la otra pierna, y el ombligo (que más de una nunca se encuentra) al centro, y abriendo el pecho y arrastrando el agua y golpe de boxeo al maxilar del contrario y meneillo brasileño. Y la monitora dale que te pego  sin tregua mientras alguna que otra de mis compañeras se empeña en marearme,  a mi que ya de por mí estoy confusa, parloteando a todo volumen de sus nietos o de la casa de la playa, demasiado perfumada para tan temprana hora y tan aeróbica actividad.

¿Qué hago yo aquí, entre ellas, braceando y tragando agua como una más? ¿Qué pasa por mi cabeza cuando hacemos el cruzaito  chikilicuatre a la vez que un tipo bronco recita fuerte en el radiocedé aquello de Morena, no te hagas la loca, y déjame  tu boca bessarrr, arropado por una percusión imposible de metabolizar? Busco un animal o animala con el que identificarme, ya sea real o mitológico, tanto da. De sirena mejor ni hablamos. No llego ni a la punta de su cola. Mucho  menos una dragona  verde  y tetrabióica: cómoda en el agua, poderosa en la  tierra, feliz en el aire, en su salsa arrojando afuera el fuego de su cuerpo. No, tampoco una dragona, qué más quisiera yo. Ni siquiera un cetáceo  pequeñito, un risueño delfín de esos que siguen, jugando, la estela de los barcos.


Cardumen revoltoso.

 A ver, a ver…a veces me asemejo a una tortuga, bella pero con  la espalda algo cargada que estira el cuello unos centímetros abriendo los dedos sin pretensión de atacar. A veces soy un calamar gigante corto de talla, ondulante, moviendo sus piececillos con cierta gracia. A veces solo una sardina de plata despistada de su cardumen  minutos antes de ser pescada, y espetada. Otras soy una divorciada, exfumadora y bien teñida, de esas que se bañan con anillos y turbante.

Así, debatiéndome con la identificación animalística y batiéndome con el agua, paso algunas mañanas de este mes de julio, rodeada de mis compañeras, en esta versión algo cutre de un sueño californiano.

LA REINA DE ÁFRICA


Dios lo ve todo, está en todas partes, lo sabe todo. Sabe cuántas gotas se escapan de esa ola, cuántas gotas suman las de todas las olas juntas de todos los mares juntos. Conoce el número exacto de granos de arena que hay en esta playa.

Cartel del la peli de J.Huston.

Este agobiante pensamiento acerca de la omnipotencia divina ocupó algunas (muchas) horas de mi lejana y escrupulosa infancia. Hoy, gracias a dios, ya nada de eso me preocupa. Y aún menos a Dios, el pobre, que de seguro tiene la agenda divina demasiado apretada como para entretenerse en estas minucias.

Pensar, lo que se dice pensar, ahora la verdad es que pienso poco. Sin querer medirme con dios, mi agenda está tan ocupada que no me queda tiempo para pensar. Solo pienso un poco por las noches, cuando me desvelo. Esta noche, sin ir más lejos he estado pensando mucho. Me la he pasado casi íntegra maquinando fórmulas para liberar al pájaro que se ha quedado encerrado en la sala multiuso.

Como a las dos y media pensé que lo mejor sería cavar un túnel desde el hostal de Lola hasta la sala y una vez allí, atraer con lombrices al pajarito para que escapara por esa cavidad. Pero la descarté porque no me gusta molestar a las lombrices y también porque me corté a fondo las uñas antes de venir a Bolonia, así que no puedo cavar. A las tres y cuarto pensé en hacerme pasar por una gamberra adolescente y tirar muchas piedras a las ventanas de sala para que el gorrión pudiera escapar por ahí, por entre los cristales rotos. Pero este plan lo descarté muy pronto por pasarse de patético. Quizás la mejor opción la pensé a eso de las cuatro y veinte de la madrugada: hacer un gran boquete en la pared en plan alunizaje tras estamparme en ella con un coche cualquiera de alguna de mis compañeras. Como no sé conducir la hostia iba a ser tan grande y el boquete tan espectacular que el pajarillo lo iba a tener muy fácil para escapar por ahí. Pero no, tampoco. Aunque reconozco que no es mal plan, no quiero que me cueste la amistad de mis compis de chikung, así que también lo he descartado. Levantar la moderna uralita del techo haciendo palanca se me vino a la cabeza casi hacia las seis, pero a las seis y cinco tampoco me servía.

Así que pensando y pensando cómo liberar al pájaro oí el primer canto del gallo y supe que justo ahí se acababa mi faceta pensadora, que apenas si había dormido y que me tenía que levantar ya para la primera meditación.

Llegué la primera a la sala multiuso, a eso de las ocho menos cuarto, y allí seguía el gorrión. Aterrado por el chirrido de la puerta, en cuanto entré se puso a volar de un lado a otro de la sala cuan larga es, haciendo acrobacias histéricas.

Yo, agobiada en parte por el insomnio que ya me estaba pesando y en parte por el sinvivir contagioso del animal, sin saber qué hacer para ayudarle, opté por tumbarme en mi manta tras enroscarme y creo que me dormí.

Cuando desperté, si es que aquella birria había llegado a ser sueño, mis compañeras aún no habían llegado y el gorrión ya no estaba allí. Se ve que durante mi breve desconexión había dado con la sencilla fórmula de salir por la puerta, sin necesidad de butrones ni alunizajes raros.

Pero de repente oí un ruido fuerte y extraño, y sin desenroscar ni nada me incorporé rauda y salí afuera justo en el momento exacto para contemplar el prodigio. El pequeño gorrión excautivo estaba siendo devorado por una espesa nubecilla de la que brotaban chispas de mil colores, mientras el ambiente se poblaba de ráfagas de incienso de iglesia.

Estoy acostumbrada a que en Bolonia ocurran cosas maravillosas, pero aquello sobrepasaba todos los límites. Con los ojos como platos contemplé cómo la nube de chispas tomaba forma humana y se transformaba en un hermoso caballero de color. El gorrión, que no la rana, era en realidad un príncipe encantado. Un negrazo de metro noventa de musculatura perfecta. Músculos del color del chocolate con un 85% de cacao.

“¡Virgen Santa!” exclamó alguien con mi voz ya que yo me había quedado sin palabras.

El príncipe, sonriéndome con sus gruesos labios del color de la mora madura, se acercó a mí despacio, con andares de pantera macho, cubierto solo por las rayas blancas y negras de un taparrabos de piel de cebra. Llevaba en la mano morena un magnífico y flexible cetro de bambú con el que tocó  un par de salamanquesas que sesteaban pegadas a la pared de la asociación de vecinos. Y las convirtió en  un par de hermosas yeguas blancas. Después posó con suavidad su cetro sobre un montón de chinillos del suelo, y estos, por el toque de su vara mágica, pasaron de guijarros a ser monedas de oro y plata que de inmediato ocuparon las alforjas taraceadas de las yeguas. Aún olía a incienso en el ambiente cuando transformó dos cochambrosas plumas viejas de gaviota que había por ahí tiradas en sendas coronas de plumas rosadas de avestruz que colocó en nuestras cabezas sin demasiada ceremonia mientras me decía mirándome a los ojos “tú serás mi reina”.

Con la mandíbula colgando vi cómo se giraba un poco y se situaba frente al escarabajo cornudo que ayer rascaba el aire panza arriba (y al que ayudé a darse la vuelta varias veces) Este se convirtió por la virtud de su bambú mágico en un rinoceronte gigante, una mole pétrea del color del bronce oscuro, al que cubría una montura de cuero repujado y estribos de oro puro.
El Estrecho un día despejado.

Aún boquiabierta me encalomé con la ayuda de mi príncipe en el lomo del espectacular rinoceronte, y sin tener tiempo de coger ni un klinex, coronada de plumas, partí con mi él y su séquito a la siempreverde Tongolongo, al sur del sur. Más allá de la miseria, la malnutrición y el sida. Al sur del sur de África, donde no llegan las sucias petroleras, ni las multinacionales del titanio, ni se trafica con diamantes que huelen a sudor esclavo.

De golpe a porrazo me había convertido en la reina de África ¡Y mis compañeras sin saberlo! ¡Menuda sorpresa se iban a llevar cuando no dieran conmigo dentro de un rato, justo al untar ajo en la tostada de pan macho del Bellavista!

-- Dos billones de trillones aproximadamente. Más cuatrocientos treinta y ocho que te llevas en los zapatos.
-- ¿Qué?
-- Que ese es el número de granos de arena que tiene esta playa. ¿No querías saberlo?

Pero la verdad es que ya todo eso me importaba un pimiento.
Iba a ser cierto lo que decía Lluis Llach, y antes que el Constantino Kavafis. Y aún muchísimo antes el mismísimo Homero en persona. ¡Ítaca (Bolonia) me iba a regalar un hermoso viaje!










PENÉLOPE

Penélope hojea  la revista que le dieron en la agencia de viajes  buscando un paisaje que le inspire.

Los fiordos noruegos prometen una gama de azules muy limpios; la arena de una remota playa cubana esconde espejismos de oro; el espesor de los bosques de Thailandia, más verdes de los que es capaz de captar un ojo humano menos experimentado que el suyo.  No se decide. Todos los lugares son Itaca igualmente para ella. Al final elige una antigua kasba de Marruecos cubierta por la carpa de un cielo azul rabioso, tierra ocre sobre manchas de un oasis escaso.

Penélope no va de viaje, vive de viaje.

Kasba marroquí.
Saca del armario su caja de acuarelas, papel  apaisado y  llena un vaso transparente con agua. Bajo la ventana, en el comedor, acaricia  sus pinceles, y poco a poco, el rojo de la india, el azul ultramar, el cálido siena y el velo del agua, cumplen su papel alquímico y van tintando  el blanco del papel con la imagen poderosa  de la fortaleza del desierto  que su mano mágica transforma en sutil.

Penélope espera. Entretiene su espera pintando, despintando y volviendo a pintar. Pero no es a Ulises a quien desea ver. Ella espera a Argos.

Está impaciente porque entre en su vida y ocupe ese espacio que desde siempre le ha tenido reservado.  Sabe que el camino que va a recorrer con él va a estar cuajado de experiencias que no tiene prisa por vivir, que piensa paladear intensamente. Ha vivido bastante como para haber conocido a varios cíclopes y otros cuantos lotófagos, ha estado en varias guerras de Troya y ha pasado tan cerca de las islas de las sirenas como para haberse estremecido con sus cantos.

Ahora, ya jubilada, entre los paseos, la cocina y  la pintura, también  toca oír cómo los ladridos de Argos toman posesión de su casa.




“Si vas a emprender el viaje hacia Itaca/ pide que tu camino sea largo/rico en experiencias, en conocimiento……Ten siempre a Itaca en la memoria. /Llegar allí es tu meta. Mas no apresures el viaje. /Mejor que se extienda largos años;/ y en tu vejez arribes a la isla/con cuanto hayas ganado en el camino,/sin esperar que Itaca te enriquezca./…Itaca te regaló un hermoso viaje…”

BOLONIA

             

          Pipipi-piiiii...  “Maroc Telecom welcomes you to Morocco. For any inquiries, please dial 444 the IAM Roaming Cal Center”. Pipipipi -piiiiiii... “Vodafone-Es. Roaming info: Realiza y recibe llamadas de España por solo 1,65 min. Más 1,17 .de establecimiento, blablablá blabablá”.

Acabo de llegar y ellos ya se disputan mis despojos. Me siento como un pequeño conejo acechado por dos oscuros perros de presa. Es el único momento aquí en el que me voy a sentir cosificada. Con solo moverme un metro de este lugar desde donde miro el mar, las avispadas ondas marroquíes toman posesión de mi móvil y si me descuido,  hago llamadas  desde el extranjero a precio de oro. Pero por lo menos ahora la compañía de telecomunicaciones marroquí se llama  IAM. Más inquietante era cuando su nombre era MORTEN.


Nuevamente estoy en Bolonia. Regreso a casa.

El fin de semana se anuncia prometedor. Viento suave de poniente, fresco por fin después  de este violento y tórrido verano, y algunas nubes rodeándonos. El grupo, reducido y muy familiar. Todas con ganas de vernos de nuevo: sonrisas y abrazos. Alguna presentación, dolorosas ausencias, reencuentros.
No siempre es así. A veces los grupos son muy numerosos y por ese motivo, dispersos, díscolos o aún más divertidos. Con frecuencia el viento de levante o el de poniente, es demasiado potente y nos pincha y nos zarandea. Pero nunca puede con nosotras. Nuestras raíces se anclan a la tierra, a la arena, desafiando su poder. Es nuestro aliado, solo nos pone a prueba.



 Viento purificador.  Viento omnipresente. Viento poderoso.

Acabando septiembre, nos hemos reunido para hacer chi kung en la playa como otras veces. A estrenar el otoño por todo lo alto. A quitarnos las legañas de los huesos.
Yo, animista por antonomasia, estoy aquí en la gloria. 

Las gallinas picotean el árido suelo en busca de no se sabe qué perla mientras el gallo se pavonea entre ellas presumiendo de  sus nuevas plumas azuladas. Las olas rompen su blanco en la orilla y en la distancia  cruza el mar un velero dibujado por un niño. Perros de los más variados tamaños, libérrimos, en comandita, hacen vida social en la playa, a años luz de los esclavos  perros de ciudad cuando  sacan a pasear a sus abrumados amos. Más de diez  burros grises duermen plácidamente entre las barcas. 


Los pescadores, echan sus cañas al mar.


La duna, a lo lejos, dorada como un tesoro, está muy rara este otoño. Se ha plegado en dunitas redondas, extendidas como un paño arrugado.

Duna ondulante.

La hemos conocido siamesa de la gran pirámide egipcia, partida en dos o desviada ligeramente a la derecha. Los temporales del pasado invierno y su voluntad poderosa de ser siempre distinta siendo la misma, la han vuelto a diseñar de otra manera. Siempre es una sorpresa la forma que tendrá este año la gran duna cuando doblas la curva en el coche y te encuentras Bolonia a lo lejos, ya tan cerca, tan prometedora. Si tienes la suerte de venir en el coche de Inmaculada, esa visión va acompañada por  la banda sonora de Violeta Parra cantando Alfonsina y el mar.Cantamos a coro mientras Bolonia toma posesión de nosotras. Es casi  un conjuro. Si no vas en ese coche, cantas para tus adentros igualmente.
Ya nunca puedo oír esa canción sin ver la duna brillando entre los pinos y los acantilados de la ensenada de Baelo Claudia.    

Bolonia para mí es tan terráquea, que está hecha del material de los deseos y los sueños. Contradictorio, si, lo sé, pero así soy yo.
Mi espíritu, mi alma,  es de arena, de viento, de hinojo de mar. Verde, azul, oro, verde de nuevo.
           
Bolonia tiene todo lo que me gusta, todo lo que deseo: belleza hiriente, hermosos animales libres, soledad a raudales, inmejorable compañía.

Madera, fuego, tierra, metal, agua. Agua, cielo, tierra, aire. Muchas veces demasiado aire.  Y paseos por la orilla mientras la arena pincha mis tobillos, horizonte amado, hermosos peces a los que no veo jugando entre las corrientes del  Estrecho con los delfines y las orcas. Yo nací ahí mismo, a la vuelta de la esquina. Ya os dije que aquí me encuentro como en casa.     


   
  El decumanus de Baelo, la gran calle que cruza la ciudad de este a oeste tenía  dos puertas. La del Este es la de Carteia, y la del Oeste, la de Gades.  Mi corazón también se rompe a veces entre Carteia y Gades, mi Carteya de la infancia, mi querido Cádiz y sus alrededores,  donde guardo tantos tesoros.  

El  decumanus, es el camino que me lleva al Paraíso.
 Hecho de de grandes trozos de piedra gris de Tarifa, es ancho y largo y me imagino que profundo, como un sueño. Se conserva perfectamente en casi todo su recorrido, ¡prodigio!  y se puede caminar plácidamente por él después de los siglos como lo hicieron nuestros tatatarabuelos medio romanos con sus sandalias trenzadas. O descalzos. Como yo quiero hacerlo la próxima vez que lo pise: descalza, sintiendo su calor gris y las irregularidades de sus piedras.
Este camino fue fondo de pantalla de mi móvil durante mucho tiempo. Lo cambié por la estatua de Trajano en el foro porque la foto era algo más clara y distinguía mejor la hora.  Pero lo añoro.

Bolonia en mi móvil, Bolonia en mi cabeza y mi corazón, en mis huesos doloridos, Bolonia en mi mesita de noche. La bella foto de la ensenada dorada al atardecer que hizo Celia hace años, duerme junto a mí cada noche. Bolonia es  lo último que veo antes de apagar mi lámpara de cristal blanco.
    


Piedra, río, arena, distancia. Camino. Tao.


 La grulla extiende sus alas. (Vuelo, te veo desde arriba.  No es un sueño aunque lo sueñe)


Antes hice hijo de un prodigio al casi intacto decumanus. Pero no es milagroso del todo el que se encuentre en tan magnífico estado.  Debemos dar las gracias a un terrible maremoto ocurrido más o menos a fines del siglo II de nuestra era. Maremoto bendito, oxímoron perfecto. La gran ola destruye Baelo. A duras penas sobrevive  unos siglos más, ya sin esplendor, ni termas, ni foro. Solo unos pocos y pobres pescadores en cabañas, entre las piedras desbaratadas.
Después la nada, el silencio, la arena cubriendo lenta y tenazmente lo que definitivamente no son ya más que ruinas.


Todo este plan trazado para mí.
Para que yo pise mañana, descalza,  su suelo gris. Para que yo pasee una tarde lluviosa  junto a las pilas delgarum. Para que yo vea el mar a través de la pequeña y desafiante ventana que queda en esa única pared. ¡Soy una chica con suerte!

Gracias ola, gracias sal, gracias duna que todo lo cubre. 

Pues sí. La duna, tenaz, todo lo cubre. Año tras año engulle pinos como yo como aceitunas. Pobres pinos, cuánto me compadezco de ellos cuando la arena ya les llega a la cintura. Mis hermanos los pinos devorados por la diosa.
A veces, como ha ocurrido este año, la vieja duna desentierra de entre los pliegues de  su nuevo ropaje, calcinados esqueletos de árboles ocultos durante mucho tiempo. Como espinas del fósil de un viejo cetáceo, surgen negros, llenos de aristas, lo que en otro tiempo fueron hermosos y fragantes pinos de un verde sobrenatural. 

Pero las diosas son caprichosas, es bien sabido por todos, y nos reclaman sus ofrendas también a los humanos. Sobre todo a los humanos. Yo, que no soy un pino pero que los abrazo de vez en cuando, también he pagado mi tributo a la arena de esta playa. En ella perdí el único reloj que me ha gustado en mi vida. Era negro, rectangular y sobrio. Me lo regaló Santi por reyes hace mucho. Ahora tengo dos que quieren recordarlo: uno rectangular y otro negro entero, pero ninguno es perfecto como aquel,  un trozo de cuero pulido en mi minúscula muñeca, que además me orientaba perfectamente acerca del tiempo que perdía. 


También se me cobró otra ofrenda que me dolió más, la muy puñetera. Mi hija, muy pequeña por aquel entonces, me había hecho en clase una pulsera para el día de la madre. Moldeó cada cuenta con sus deditos y  pintó cada una de un color pastel y en cada una hizo un ininteligible y pequeño dibujo diferente y encima puso la costrilla de sus dedos sucios barnizándolo todo. Yo adoraba esa pulsera, me la llevé ese año a Bolonia para en la distancia tener más cerca a mí dulce Ana, pero la duna me la robó. O sin saberlo yo se la di.

A pesar de todo, me consuela el haber pagado ya parte de mi tributo, no sea que, insaciable como buena diosa, me pida aún más. Como a la bella Alfonsina.

               

Ofrenda, árbol, fósil.  Espina. Tierra.

Cuerpo de jade. (Pájaros bailando)

La gran montaña de arena avanza hacia el interior despacio como un gigante anciano. Al abrigo de los montes perfumados, grano a grano, la arena se posa sobre la arena  con la  alianza de los vientos de levante,  que siempre le traen  más y más material para envanecerse.
Arropada por la sierra de la Plata al oeste, la de la Higuera y por la de San Bartolomé a la derecha (el Bartolo, pa los amigos) la duna crece y anda y algún día llegará a Sevilla. Y allí yo desenterraré la pulsera ya vieja, llena toda de lapas y pequeñas estrellas de mar, de agujas secas de pino y olorosa  resina de piña y se la dejaré en herencia a la hija de mi hija. El gran tesoro de su alocada abuela.

 Será mi venganza, una pequeña burla que yo le haga a esta gran dama vanidosa, abrigada en realidad no por cálidos montes, sino por  el lomo de un dragón. ¡Un verdadero dragón!  Así que es normal que nadie le tosa.
 El dragón, que existe,  según se mire puede tener dos cabezas o cabeza a un lado y cola al otro, como corresponde a todo dragón que se precie. Hay quien le ve perfectamente las dos cabezas y hasta el humillo que se escapa de sus dobles fauces. Hay quien solo le ve una, y el encrespado lomo cubierto de árboles y arbustos y peñascos y una colita pequeña que se hunde en el mar. Con voluntad, y pese a que se oculta, no es difícil verlo. Hay incluso quien ha conseguido fotografiarlo. 


 El dragón, que existe,  dota sin duda a este lugar de un punto mágico, una energía telúrica superior. Verlo, se le puede ver sin mayor dificultad;  pero sentir esa energía, oír los latidos de su corazón,  no está al alcance de cualquiera: sólo lo consigues si eres otro saurio, un chamán con pedigrí o un  ser un punto eléctrico. O una gallina autóctona. 




El dragón en realidad, o en una de sus realidades, no es ni más ni menos que un reptil nativo del lugar: el lagarto ocelado. Un lagarto grande, precioso, térreo aunque una pizca divino. Los machos son verde esmeralda moteados por  grandes manchas azules,  y las hembras, pobres, son solo pardas. Era un macho, un hermoso macho aquel que vimos soleándose sobre una piedra milenaria y mirando arrobado su perfil en un charco aquella tarde tras el chaparrón, mientras paseábamos como patricias por las solitarias calles de la ciudad romana.

No obstante  aquí, en otro tiempo ya muy lejano,  parece que hubo uno de  cien cabezas según cuenta  la leyenda. Era el dragón del rey Gerión, y  vivió por estos lares hace miles de años cuidando  el famoso ganado de vacas color caoba del rey. O tal vez  vigilando las doradas manzanas de las cantarinas Hespérides, que no lo se muy bien. Las Hespérides eran diosas que cuidaban del mágico jardín que lleva su  nombre. Magas,  tenían voces que encantaban al personal y también eran capaces de cambiar de forma, enloqueciendo a los que las veían. Pécoras engañosas al fin y al cabo.



 Así que ahora toca hablar de vacas y de Hespérides. No sé  por cuales  empezar ¡todas me gustan! 


 ¿En Tartessos? ¿Dónde estaba ese mítico jardín? Pues  al occidente de occidente. Sin más explicaciones. El occidente de occidente, digo yo que puede ser mi adorado sur de Portugal, las hermosas playas de Doñana  o la mismísima Bolonia. Y hay sesudas tesis que defienden esta última postura que también es la mía. Además, las Hespérides, que cuidaban de unas manzanas que daban la inmortalidad y eran de oro, también eran llamadas “Hijas del atardecer” y “Diosas del ocaso”. Y yo he visto alguna vez por aquí ( o me han contado, o lo he soñado )  a  un grupo de mujeres haciendo un gran corro junto  a la orilla, metamorfoseadas  en golondrinas, monos o serpientes, bellas como diosas, mientras el sol se ocultaba tras el acantilado tiñendo el cielo de  malva y vetas de un amarillo impactante. Si, bellas como diosas. Aunque desaliñadas como mendigas, con los pantalones arañados por los espinos  y pañuelos de colores bailando al viendo como  harapos. O como alas.


En cuanto a las vacas, decididamente son mis preferidas, perdonadme.  Las vacas sagradas del jardín de las Hespérides, las vacas  de raza retinta, las rojas, las de esta parte seca y salobre de la península, las mismas que vino a robar Hércules cuando recaló por la zona para completar su mitológica tarea. Las vacas que nos miran indiferentes cuando caminamos por la orilla y  que lamen las piedras y la espuma de las olas para sacar de ellas su ración de sal. Me gustan estas vacas. Las admiro. Y aún diría más: yo quiero ser una de ellas. Una de estas recias vacas mansas, imponentes, que duermen en la arena,  refrescan sus pezuñas en aguas del Atlántico  y espantan las moscas con las gotas que escapan de su rabo húmedo, mientras pasa una a su lado con tonta precaución, con su saco de problemas a cuestas siempre aunque esté en la playa de Bolonia, envidiando su pasotismo, su dolce far niente. Su Nirvana.


Orilla, Iberia, manzana. Nirvana. Magia.

Brocado de seda. (Tenso mi arco, disparo la flecha al horizonte y contemplo, serena, cómo ésta se hunde en el mar)

¡Cuánto de mi vida ligado a este trozo privilegiado de la tierra ibérica! Cuántas historias, cuánto mito y cuánta realidad.
En Bolonia también hago cosas más extrañas que el chi kung. Por ejemplo, practico el canibalismo. El canibalismo fraterno. Me como a mis hermanos. A la vaca retinta, cuya carne es excelente y tierna como su mirada. Al atún rojo, rey indiscutible de estas frías aguas. Al pez limón que una noche trajo extenuado un pescador, recién raptado del mar, gigante, un titán plateado que pesaba exactamente lo mismo que yo por aquel entonces. Mi hermano, mi gemelo, mi alter ego. Lo como, y me apodero de  su alma. Ya soy más ellos,  ya ellos son más yo.
Y como y bebo las peras de agua y el melón y  el tomate color sangre, todos nativos de  esta dura tierra que nos sostiene. Y el pan macho de Tarifa con aceite de oliva, con garum en otras vidas.
Me alimento de Bolonia y ella se alimenta un poco de mí: también me roba parte del alma.


  Ola, agua, oro, plata. Alma y alimento.


Empujo montañas. (Con la única fuerza de la palma de mi pequeña mano y la energía telúrica  que sube desde las plantas de mis pies y me atraviesa)

¡Cuánto daría por probar el garum! Se de buena tinta que hay gente que lo fabrica ahora intentando ser fiel  a la receta que dejó  el cocinero- historiador romano Casiano Baso. En varios restaurantes de Cádiz están en ello. Pero puesta a ser pidona, yo solo quiero el garum fermentado en las hondas tinajas de Baelo, macerado el azul de los peces de estas aguas y el verde de las hierbas recogidas en el acantilado. Juntos, bajo el sol de justicia de mi tierra, reposando el largo verano, sudando gota a gota su jugo mítico. Ese  que volvía locos a los adinerados patricios de la lejana Roma. 
Además tenía  fama de alimento afrodisíaco. ¿Afrodita? ¡la que faltaba! Miel sobre hojuelas.

 Hasta que llegue el día en que por fin yo misma me meta dentro de la profunda tinaja y me atreva con la receta de la salsa, y si consigo salir,  me conformaré con seguir siendo una caníbal fraterna y consumiendo los alimentos que  proporciona el terruño. Desde el añorado y sabroso pisto que preparaba otrora la mujer de Paco al cuscús agridulce con dulce de leche de ahora. Pasando por la espuma tricolor al aroma de ensaladilla rusa, que con todo hay que atreverse.Y  las galletas chinas, los bizcochos caseros esporádicos y exquisitos,  las obleas de arroz con chocolate  y los sabrosísimos y espirituales tés variados con los que nos agasaja Fátima y  que son ambrosía para mi paladar. El alimento que reconforta  a los dioses del Olimpo.

               

 Miel, aceite, atún, cuscús. Tinta y sudor.

Recogiendo el puerro de la tierra(Soy el hortelano, el pescador, la pastelera. Alimento mi alma con perfumadas algas hervidas en agua de mar)

Ya he hablado un poco de mis hermanos boloñeses, pero aún no lo he hecho de los humanos. Los humanos no son mis hermanos, son mis primos. Aunque es bien sabido por todos que hay  primos a los que se quiere  como a hermanos.  Y además estos son mis primos por parte de padre y madre: yo también crecí zarandeada por el levante y oliendo el olor de las algas secas que traía el dorado poniente hasta mi patio. Yo también ceceaba como ellos y estaba ligeramente asirocada. Y lo sigo estando.
Los humanos aborígenes boloñeses son unos seres un tanto especiales. Agitanados y cálidos como Lola. Sabios como la Marcelina. A merced de los vientos desde que están en el vientre de su madre, salen de ahí algo despistados y con sentimiento de dejados de la mano de Dios de por vida. Cruzando sus miradas solo con las vacas retintas en los duros inviernos del Estrecho, es lógico que lo quieran todo para cuando llega el verano. Y a veces el verano es tan duro como el invierno. Y  el dragón solo protege a la diosa  y a ellos los deja temblando junto a las pitas, endogámicos,  haciéndose casas ilegales que tapan las vistas a  otras casas ilegales. Mientras el zumbido del viento trece meses al año acaba volviendo mochales al más cuerdo y las gallinas se esconden en sus cuevas.
             

Porque yo estoy convencida de que las avispadas gallinas de aquí cavan oquedades en el suelo pedregoso y se esconden en ellas cuando arrecia fuerte el levante. Y que los burros, los caballos, las vacas con sus terneros coloraditos y hasta los  galápagos de la charca se esconden en unas cuevas secretas. Los perros se ocultan debajo de los coches. A veces, cuando hace mucho viento, a mí me dan ganas de quedarme ahí abajo con ellos, dormitando y guiñando los ojos para que no me entre arena, a esperar a que amaine el vendaval.
Pero no. Nosotras hemos venido aquí a hacer chi kung, y vaya si lo hacemos. Con temporal, cuando marchas a duras penas por la orilla con el viento a favor o el viento  en contra camino de los hermosos pedruscos de las piscinas de Adriano, nunca te cruzas con ningún bicho. Ellos no hacen como nosotras ni como los boloñeses que se quedan como ya os he dicho temblando junto a las pitas. Ellos son sabios y por eso toman la vía de en medio. La Vía del Medio. Del no actuar, imperturbables, esperando que los contrarios se relajen.

                       
              

 Invierno, huracán, oleaje. Yin y yang.

Bajar la energía del cielo. (Tiro fuerte de la energía del cielo y la bajosuavementeY me atraviesa. Yo soy dura, tócame, yo soy frágil. Oscura y clara,  como la luna)

 Yin. Yang. Yo.
 De lo cálido al  frío, de la  sombra al sol, de lo duro a lo suave, así me paso el día. 

 Los opuestos, contrarios  no contradictorios, no son nada el uno sin el otro en este mundo. Y me  forman a mí y a ti y al lagarto y al  cielo nuboso y a la tierra reseca.
            Cielo y Tierra.
               Día y Noche.
                   Poniente y Levante.
                       Europa y África.
                          Mediterráneo y Atlántico. 

 Yo, mujer, no soy nada sin el hombre que vive en mí. Mi sol. El chi kung me ha descubierto entre otras actividades supuestamente masculinas: ¡cuánto me gusta coger un palo y dar mandobles! Que era tierna y podía mecer a un niño hasta dormirlo, ya lo sabía.    
                   

 ¡Jú!  ¡Jú! ¡Cómo nos gustan esas luchas yang! Mis compañeras  del chi kung son mujeres poderosas. Hermosas como diosas humanas, no son otras que las mismísimas Hespérides, como ya habríais sospechado. Con ellas he bailado hasta caer extenuadas, he estado inmóvil sobre una manta durante horas,  he empujado un poco al Bartolo, he sobrevolado como una golondrina toda la ensenada de Bolonia. He bebido cerveza y vino y agua. He reído y he llorado.
He escuchado la cálida voz de Celia hablando de sus plantas o de sus viajes a Pakistán o a Madagascar. He estado atenta a las desventuras de los niños gitanos del Vacie cuando Reyes las ha contado. He seguido a Fátima donde hiciera falta  (¡hasta el  infinito o más allá!),  He reído contagiada de la risa  de Inma, mientras sus ojos  soñaban con poetas peruanos del siglo diecinueve. Una Ana nos ha leído el presente en las estrellas, otra Ana nos ha entretenido con las ocurrencias en estéreo de sus niñas.
 Me he reído de lo lindo con las interpretaciones del futuro que leía Carmen en las cartas. Sedienta, me he bebido las historias de la selva amazónica en boca de la simpar y exquisita Claudia. En el sentido español del término: me  comentó la última vez  que en portugués de Brasil,  exquisito  es algo sucio, ruin. 


Junto a una o varias copas de vino, o en el cálido mirador oriental de Lola, hemos charlado de nosotras, nuestros hijos, nuestras madres.
Nos hemos bañado desnudas entre las olas salvajes del atlántico para regocijo de los atunes. Para siempre quedará en mi memoria la imagen de Ana surgiendo de la espuma del mar, no como la esbelta Afrodita de Botticelli,  sino como una bella y redondeada Venus neolítica, embarazada de sus mellizas.
Amigas, hermanas. Joder. ¡Qué bien nos lo  pasamos  juntas!
 Aunque Bolonia para mí ante todo es soledad.

“Las sombras de las verdes hojas

Rasgadas del plátano se
Agitan en desorden. La mitad
De la luna llena se alza
Por encima del balcón encarnado.
El viento trae desde el
Cielo Esmeralda una canción como
Una sarta de perlas, pero
La cantante está invisible tras
Sus bordadas cortinas”


 El hilo donde se ensartan  las perlas.
 Cuidando con mimo mi soledad.
 Paseando  entre las ruinas una y otra vez, con sol ardiente o con nubarrones  o con ganas de llorar.
 Rezándole una oración pagana a la diosa Isis frente a  las piedras rotas de su templo.
 Oyendo de noche, estremecida, el ulular del viento.
Apretando fuerte en mi mano un guijarro o un pedazo de terra sigilata,  fetichista imperfecta.
 Mirando el mar desde la única ventana que queda en Baelo Claudia, el Gran Ojo que todo lo ve.
Subiendo penosamente a la duna y tirándome para rodar  como un canto de río, como una roca.
Bañándome a pesar del  frío y buceando entre las olas.
Caminando por la orilla bajo un visillo de fina lluvia.
Yo, sola e invisible tras las cortinas, como Sun Tao- Hsüa.

Por la noche, camino del hostal, mientras escucho las voces y las risas de mis amigas, yo voy contando en la oscuridad  sin luna las gotas de leche de la vía láctea. 

       



Piedra, noche, Venus, perla. Amigas. Hermanas.


Unifico la energía exterior y la interior.  (El agua  turquesa que veo desde el acantilado perfumado de retama y alhelí de mar,  se mece en el pozo de mi ombligo. Cuna de la hembra misteriosa cuando era niña.)

Enganchada a Baelo en el sentido literal del término. Así permanezco desde entonces.
La primera vez que recalé por aquí fue con el instituto en  tercero de B.U.P. A las ruinas no se entraba por el bello y cuestionado museo actual, sino por una puerta rota que había junto al ombú. Las excavaciones entonces estaban menos avanzadas y parte del recinto estaba malalambrado. Fascinada por las piedras que allí veía (apuntando maneras, ya las sentía como algo mío  en aquel lejano entonces) me agaché para acercar más mi cabeza  a ellas y mi melena larga y rizada de dieciseis años  se enganchó a los alambres. Un guapo y joven profesor de los de entonces, solícito, me ayudó a desengánchame, pero ahora sé que no lo consiguió del todo.
Desde entonces mi aliento vaga entre los pinos y las columnas  rotas en las noches de luna llena, como la mujer licántropa  y fantasmal  en la que me he convertido. ¡Auuuuuuuuuuu!



Mmm…Mejor hablemos del ombú. El árbol de la bellasombra. Ese árbol americano que no es un árbol, sino un arbusto, por grande que sea. No se puede ser más paradójico y más bello.
 Este año, puede que por los temporales del duro invierno, la fronda del árbol se ve más escasa, pero otras veces su gran copa verdea los alrededores y da cobijo al que se lo pide. Bajo la sombra del ombú  había un banco de esos que te dejan la espalda a tiras. En ese banco me he sentado alguna vez a reflexionar sobre mi condición de animista. De animista impura, de la cual  no me avergüenzo.

En realidad todo este texto no me parece más que un manifiesto animista, al estilo de los panfletos surrealistas o dadaístas de los años veinte. Dios se reparte por igual para mí entre lo animado y lo inanimado. El azul brillante del cielo primaveral, el salitre de las rocas perfumadas de mar y el propio perfume, la gallina con su pico naranja y cada uno de sus polluelos, la base de la columna romana que sostiene la maceta de geranios. ¡Ay! La  vaca color caoba, la gaviota que pasa por encima de mi cabeza riéndose burlona, el pequeño escarabajo que tenaz, una y otra vez sube la montaña de arena.
Aunque si lo pienso desde otra perspectiva también soy budista. Pero ojo: budista inversa.             
              
Creo firmemente en la reencarnación. Cuando muera, viviré en la vaca marinera que pasea indiferente por la orilla. Cuando muera la vaca, mi yo se refugiará en el nervioso correlimos que también pasea por la orilla, pero éste siempre corriendo, buscando gusanillos en la arena. Cuando muera el correlimos, seré el galápago del arroyo seco. Cuando muera el galápago, mi alma volará hasta el bello escarabajo, negro como una perla o una aceituna. Después seré un alga encallada entre las rocas, o aún menos, el perfume de las algas. O aún más, quién sabe.

Es superguay ser budista inversa. ¡Apuntaos!



Contrabando, noche, lluvia Vida y muerte.


Apertura frontal.(Las puntas de mis dedos acarician  la cortina que me separa del mar. Me hace cosquillas y sonrío)



Ausencia, dolor, miedo. Vida y muerte. También de estos contrarios está moldeada mi Bolonia.
Qué lanza me clavó en la espalda, a traición,  el primer zapato viejo que vi en la orilla, el primer jersey roto, la primera zodiac arrumbada entre las rocas. Después he visto muchos más zapatos y más zodiac y restos de pateras y todos y cada uno de ellos  me ha cuarteado un poco más el corazón.
 Pero debo ser consecuente con mi condición de animista impura, y aceptar que mi paraíso repartido en mil pedazos, también guarda cristales  de dolor,  un colorido mosaico con algunas teselas tristes.
Viajes que acaban en naufragios, negros sueños rotos. También se rompen  mis sueños en pedazos si el océano se traga  los de mis hermanos.
Aunque no siempre estos viajes acaben mal y aquí mismo en la orilla empiecen a veces las segundas oportunidades. La patera se acercaba y nosotras seguíamos en la postura del árbol,  inmóviles, con los brazos abiertos. Como dándoles la bienvenida.

               


Perfume,  árbol, sombra, escarabajo . Despedidas. Bienvenidas.

Abrazo del árbol.  (Abrazo al olivo retorcido, a la alta palmera por donde trepa el gato. Al verde y perfumado pino que un lejano día se tragará la duna)

Las musas etílicas se apoderaron un día de mi mano y convertí el agua en vino. Bueno…quizás esté siendo un poco exagerada. Hace unos años, en una de esas nuestras famosas despedidas de Bolonia en las que solo faltan  Astérix, Obélix y algunos jabalíes, nos sentamos más de veinte personas alrededor de una  gran mesa en "La Reja".

He hablado hasta ahora de muchas mujeres, pero en Bolonia también nos hacen compañía a veces  algunos hombres valientes.

Aquel día, a los postres y orujos, Fátima pidió que dijéramos cada uno unas palabras relacionadas con lo que habíamos vivido esos días para construir entre todos un poema grande  y disparatado. Yo ejercía de amanuense y anotaba en un arrugado papel cada frase enlazándola con la frase anterior, formando una cadena con eslabones dorados o de hojalata, pero todos felizmente recibidos. Risas y aplausos. Al hijo de Fátima, Yi Min, le tocó decir la última frase. Entre tantas primeras espadas el chico se abrumó un poco, y fue el único que salió del paso con un refrán: Cuando el río suena, agua lleva. La musa  del vino tinto le puso con mi mano un rabito a la n. Así que la frase concluyente no fue otra que la hermosa “Cuando el rió sueña, agua lleva”. Aullidos de placer. ¡No hay nada como ser un poco borracha de vez en cuando!


Al acabar, los adioses. Las bienvenidas unos meses después y luego otra vez las despedidas. El eterno retorno de  Bolonia. A algunas no los vuelvo a ver, a otras los reencuentro en otro contexto. Otras están conmigo casi siempre, también cuando estamos a oscuras. A oscuras, con los ojos tapados en la gran sala multiusos, nos perseguimos y bailamos, nos empujamos o escabullimos unas de otras. A oscuras hacemos chi kung  en la playa, con los ojos tapados con pañuelos. A oscuras, la serie de los cinco animales, nos sale al revés que con los ojos abiertos. El mono que se me resiste despierto, es saltarín y espontáneo con los ojos cerrados. El tigre  tropieza y pierde  parte de su ferocidad. La grácil grulla, con los ojos tapados, es desgarbada y posee menor  elegancia su  alto vuelo…

 Bolonia a oscuras. Bolonia del revés. Bolonia de noche.

No quiero ponerme pesada, pero algunas veces también hacemos chi kung por la noche, en la playa. Con los ojos abiertos, pero también a oscuras.
Entonces  me atrapan el olor de la arena mojada y las luces de Tánger como un sueño allá a lo lejos y siento la pulsión de cruzar el charco a nado.Y  pasear por las retorcidas calles tangerinas,  parar en un café atestado de parroquianos fumando en narguile para  tomarme un te bien cargado de hierbabuena.

Y quiero transformarme en caballa o en pez limón  o en una sirena,  para nadar y nadar entre las corrientes enfrentadas del Estrecho, sin miedo al agua negra o al tráfico de petroleros.


Sirena, escama, sueños, especias.  Corrientes. Naufragios.

La dragona se sumerge en el agua. (Desde lo alto del acantilado, dejo que la mañana verde, turquesa, azul, me devore  lentamente)


Como estoy cada vez más sofisticada, últimamente quiero ser una dragona. ¡La novia del dragón de la ensenada! Enorme, cubierta de brillantes escamas verde esmeralda y azul eléctrico, como el lagarto ocelado. Y en dos zancadas, haciendo temblar el fondo marino, pisando naufragios, llegar a África como si tal cosa para tomarme un te bien caliente, comprar especias de pinchitos y volverme con mi novio de  otras dos zancadas  porque que sé que mi amor boloñés me está esperando.
             
   



Dragón y  dragona, juntos, una sola eternidad.
                                                          
           
Pipipi piiii…¡Un nuevo mensaje!  La compañía de comunicación y teletransporte  marroquí se vuelve a llamar MORTEN.  Ahora con todas las de la ley. 

Han pasado muchos, muchos, muchos años. Soy muy vieja ya, toda yo huesos torcidos. Estoy sentada en la orilla de la ensenada esperando. Sobre la arena húmeda, porque ya no me importa el reuma. Lamo una piedra con salitre para irme haciendo a mi nueva vida de vaca que está a la vuelta de la esquina. Si me la merezco.

Pasa un perrolobo blanco corriendo por la orilla y me salpica. Me recuerda a Luna. A solo unos metros, unos  niños rubísimos hacen un pozo profundo y se bañan en él, lo rodean de torcidas montañas de arena  que cubren con conchas y piedritas. A la memoria me viene la imagen de mis hijos en esta misma playa, pequeños, desnudos, gorditos y brillantes porque acababan de salir del agua. Aquel día estaba yo muy rara, como resacosa de un mal viaje de peyote y el día también estaba muy extraño: con la espesa niebla, el horizonte confundía cielo y mar, amarilleándolo todo. Irreal como girones de  sueños. Veía a mis niños en la distancia, extraños, riendo por algo que yo no entendía,  haciendo un pozo en la orilla. Aureolados por  un nimbo de oro. Y yo sin poder decirles ni una sola palabra. Mis hijos. Y mi amor.

Ahora estoy sentada en la arena y solo espero. Una mariposa blanca detiene su vuelo en mi fontanela, el tercer dan tian que me abre las puertas del cielo. Cierro los ojos y sueño.


     “Soñé que era una mariposa. Volaba en el jardín de 

rama en rama. Sólo tenía conciencia de mi existencia de 


mariposa y no la tenía de mi personalidad de hombre. 


Desperté. Y ahora no sé si soñaba que era una mariposa o si


 soy  una mariposa que sueña que es Chuang- Tzu”.