sábado, 8 de septiembre de 2012

LA REINA DE ÁFRICA


Dios lo ve todo, está en todas partes, lo sabe todo. Sabe cuántas gotas se escapan de esa ola, cuántas gotas suman las de todas las olas juntas de todos los mares juntos. Conoce el número exacto de granos de arena que hay en esta playa.

Cartel del la peli de J.Huston.

Este agobiante pensamiento acerca de la omnipotencia divina ocupó algunas (muchas) horas de mi lejana y escrupulosa infancia. Hoy, gracias a dios, ya nada de eso me preocupa. Y aún menos a Dios, el pobre, que de seguro tiene la agenda divina demasiado apretada como para entretenerse en estas minucias.

Pensar, lo que se dice pensar, ahora la verdad es que pienso poco. Sin querer medirme con dios, mi agenda está tan ocupada que no me queda tiempo para pensar. Solo pienso un poco por las noches, cuando me desvelo. Esta noche, sin ir más lejos he estado pensando mucho. Me la he pasado casi íntegra maquinando fórmulas para liberar al pájaro que se ha quedado encerrado en la sala multiuso.

Como a las dos y media pensé que lo mejor sería cavar un túnel desde el hostal de Lola hasta la sala y una vez allí, atraer con lombrices al pajarito para que escapara por esa cavidad. Pero la descarté porque no me gusta molestar a las lombrices y también porque me corté a fondo las uñas antes de venir a Bolonia, así que no puedo cavar. A las tres y cuarto pensé en hacerme pasar por una gamberra adolescente y tirar muchas piedras a las ventanas de sala para que el gorrión pudiera escapar por ahí, por entre los cristales rotos. Pero este plan lo descarté muy pronto por pasarse de patético. Quizás la mejor opción la pensé a eso de las cuatro y veinte de la madrugada: hacer un gran boquete en la pared en plan alunizaje tras estamparme en ella con un coche cualquiera de alguna de mis compañeras. Como no sé conducir la hostia iba a ser tan grande y el boquete tan espectacular que el pajarillo lo iba a tener muy fácil para escapar por ahí. Pero no, tampoco. Aunque reconozco que no es mal plan, no quiero que me cueste la amistad de mis compis de chikung, así que también lo he descartado. Levantar la moderna uralita del techo haciendo palanca se me vino a la cabeza casi hacia las seis, pero a las seis y cinco tampoco me servía.

Así que pensando y pensando cómo liberar al pájaro oí el primer canto del gallo y supe que justo ahí se acababa mi faceta pensadora, que apenas si había dormido y que me tenía que levantar ya para la primera meditación.

Llegué la primera a la sala multiuso, a eso de las ocho menos cuarto, y allí seguía el gorrión. Aterrado por el chirrido de la puerta, en cuanto entré se puso a volar de un lado a otro de la sala cuan larga es, haciendo acrobacias histéricas.

Yo, agobiada en parte por el insomnio que ya me estaba pesando y en parte por el sinvivir contagioso del animal, sin saber qué hacer para ayudarle, opté por tumbarme en mi manta tras enroscarme y creo que me dormí.

Cuando desperté, si es que aquella birria había llegado a ser sueño, mis compañeras aún no habían llegado y el gorrión ya no estaba allí. Se ve que durante mi breve desconexión había dado con la sencilla fórmula de salir por la puerta, sin necesidad de butrones ni alunizajes raros.

Pero de repente oí un ruido fuerte y extraño, y sin desenroscar ni nada me incorporé rauda y salí afuera justo en el momento exacto para contemplar el prodigio. El pequeño gorrión excautivo estaba siendo devorado por una espesa nubecilla de la que brotaban chispas de mil colores, mientras el ambiente se poblaba de ráfagas de incienso de iglesia.

Estoy acostumbrada a que en Bolonia ocurran cosas maravillosas, pero aquello sobrepasaba todos los límites. Con los ojos como platos contemplé cómo la nube de chispas tomaba forma humana y se transformaba en un hermoso caballero de color. El gorrión, que no la rana, era en realidad un príncipe encantado. Un negrazo de metro noventa de musculatura perfecta. Músculos del color del chocolate con un 85% de cacao.

“¡Virgen Santa!” exclamó alguien con mi voz ya que yo me había quedado sin palabras.

El príncipe, sonriéndome con sus gruesos labios del color de la mora madura, se acercó a mí despacio, con andares de pantera macho, cubierto solo por las rayas blancas y negras de un taparrabos de piel de cebra. Llevaba en la mano morena un magnífico y flexible cetro de bambú con el que tocó  un par de salamanquesas que sesteaban pegadas a la pared de la asociación de vecinos. Y las convirtió en  un par de hermosas yeguas blancas. Después posó con suavidad su cetro sobre un montón de chinillos del suelo, y estos, por el toque de su vara mágica, pasaron de guijarros a ser monedas de oro y plata que de inmediato ocuparon las alforjas taraceadas de las yeguas. Aún olía a incienso en el ambiente cuando transformó dos cochambrosas plumas viejas de gaviota que había por ahí tiradas en sendas coronas de plumas rosadas de avestruz que colocó en nuestras cabezas sin demasiada ceremonia mientras me decía mirándome a los ojos “tú serás mi reina”.

Con la mandíbula colgando vi cómo se giraba un poco y se situaba frente al escarabajo cornudo que ayer rascaba el aire panza arriba (y al que ayudé a darse la vuelta varias veces) Este se convirtió por la virtud de su bambú mágico en un rinoceronte gigante, una mole pétrea del color del bronce oscuro, al que cubría una montura de cuero repujado y estribos de oro puro.
El Estrecho un día despejado.

Aún boquiabierta me encalomé con la ayuda de mi príncipe en el lomo del espectacular rinoceronte, y sin tener tiempo de coger ni un klinex, coronada de plumas, partí con mi él y su séquito a la siempreverde Tongolongo, al sur del sur. Más allá de la miseria, la malnutrición y el sida. Al sur del sur de África, donde no llegan las sucias petroleras, ni las multinacionales del titanio, ni se trafica con diamantes que huelen a sudor esclavo.

De golpe a porrazo me había convertido en la reina de África ¡Y mis compañeras sin saberlo! ¡Menuda sorpresa se iban a llevar cuando no dieran conmigo dentro de un rato, justo al untar ajo en la tostada de pan macho del Bellavista!

-- Dos billones de trillones aproximadamente. Más cuatrocientos treinta y ocho que te llevas en los zapatos.
-- ¿Qué?
-- Que ese es el número de granos de arena que tiene esta playa. ¿No querías saberlo?

Pero la verdad es que ya todo eso me importaba un pimiento.
Iba a ser cierto lo que decía Lluis Llach, y antes que el Constantino Kavafis. Y aún muchísimo antes el mismísimo Homero en persona. ¡Ítaca (Bolonia) me iba a regalar un hermoso viaje!










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