martes, 28 de enero de 2014

LA SOLEDAD

Soledad posada en su rama. 
Qué hermosa es la soledad.

No te cansas de mirar su perfil posado sobre el tocón del  tronco: el naranja oscuro en las plumas de su pecho, el turquesa tornasolado de su recio cuerpo que parpadea con la luz de la tarde, el brillo redondo de sus ojos que hace reír a tu nieta cuando te visita los sábados y lo busca en el árbol, nerviosa, como quien busca las cosquillas, solo para reír. No te cansas de mirar las dos lágrimas oscuras, azules, elegantes, que cuelgan de su cola y se balancean como el péndulo de un reloj que mide el pulso de la vida, de tu vida aquí en este rincón perdido del mundo, este lugar que no es el tu perdición pero que tampoco es el de tu redención  porque ya venías redimida. Solo el sitio exacto.

Has esperado a jubilarte para regresar y empezar a tus sesenta y muchos una nueva  versión de ti misma casi desde cero, vida que estrenas cada mañana muy temprano al asomarte por alguna de las muchas ventanas de tu cúbica casa y oler el verde del campo ya amanecido, las gotas de lluvia que penden de la rama,  las nubes oscuras que acunan el chaparrón en esta tierra montañosa de Colombia. Te fuiste hace mucho del Medellín ennegrecido por la violencia y el asco y a él regresas ahora, cuando ya pasó la tormenta y salieron algunos de los siete colores del arco iris.  De la bronca  perpetua "bien berraca" y la demencia  de Escobar has viajado hasta esta nueva Antioquia, la más educada, la de las bibliotecas y la loca mesura de Fajardo. Y el viaje ha merecido la pena.

El Retiro. Elegiste para tu indomable clausura este pueblo montañoso de nombre  perfecto y algo alejado de la gran ciudad, y ahí, en sus afueras, casi en el monte, han plantado ese curioso cubo rojo que es tu casa, como un dado gigante que ha caído del cielo del lado de la buena suerte en  las mismísimas estribaciones de los Andes. Gozas ese clima en el que explotan las cuatro estaciones cada jornada, y en el que es verano los escasos días despejados, y cálido invierno el resto. Bajo tus pies el mar descansa a dos kilómetros y medio, pero tu fino oído a veces oye el  severo oleaje del Pacífico, como oye el pitagórico runrún de las estrellas en las  noches simétricas de los días, tras las nubes.

Jugándote el todo por el todo, dos mansísimos labradores negros con nombres de personajes de cuento de hadas son tus ángeles guardianes: solo tienen trabajo cuando ladran a algún animal escondido en la maleza o al cielo, al  fanal de la  luna llena a la que aún no se han acostumbrado. ¿No tienes miedo nunca, allí, tan lejos, tan apartada, en esa Colombia que aquí nos suena algo salvaje? te pregunto y tú me tranquilizas sonriendo y me dices  que la zona es  apacible, que en el pueblo te aprecian y "lo que tenga que pasar, pasará. Yo intento hacer mi parte lo mejor que se, y hasta ahora la vida me trata bien". No tienes miedo de vivir sola porque no tienes miedo de vivir.

De seis a seis, aprovechas al máximo las doce horas de luz y no te aburres nunca. Paseas con los perros monte arriba, monte abajo, escuchas en la radio qué pasa en este lado eclipsado del mundo, cocinas y preparas el fiestón de cada sábado, cuando vienen tus hijos y tu linda nieta a visitarte, cuidas de tu huerta. Aunque eso es un decir: de tu huerta cuidan mil insectos que nacen y mueren, pero sobre todo se reproducen en este suelo  exuberante y sin toxinas. Contribuyes con  lo mejor que da tu tierra patria a la realidad y a la magia, y cuando consigues rescatar un pequeño calabacín o salvar un pimiento de tu vergel, con él entran en tu casa mil mariposas amarillas y naranjas que revolotean  ante tu nariz  y te manchan las gafas de polvo de oro.

A la caída de la tarde sales al camino de tierra a comprobar si han vuelto a florecer en el enorme guayacán sin hojas sus flores de intenso amarillo  y cientos de luciérnagas que allí llamáis cocuyos te acompañan  e iluminan el sendero; para que no te pierdas,  para que Jansel  y Gretel  sigan el rumbo cálido que te lleva a tu casa en El Retiro, y mañana, otra vez, puedas disfrutar desde el principio del plumaje de tu soledad.


La casa en El Retiro. Colombia. 








viernes, 24 de enero de 2014

LA CENICIENTA

La Falsa Cenicienta

Quizás te suene mi nombre. Tengo el placer de decirte que yo soy la Cenicienta.

No porque sea una romántica empedernida y crea no poder vivir sin mi príncipe azul (aunque sí), ni porque a veces tenga la sensación de trabajar en casa como una esclava (aunque sí), ni porque a partir de las doce no soy persona (aunque sí), ni siquiera porque tenga los pies muy pequeños (aunque sí). Tampoco por ser gafe o  agorera, que no lo soy, ni porque me sienta vil escoria, no van por ahí los tiros.

Mi sobrenombre me viene por mi extraña relación con la ceniza: creo que un porcentaje elevado de mí misma, está hecho de ceniza. No de cualquier ceniza, por supuesto. No la que exhalan con furia ciertos volcanes cuando se despiertan, ni la que cubre y protege con su frío gris el rescoldo de un fuego, ni la que se guarda con respeto en una urna, aunque esto ya esté más cerca de lo que te quiero contar, por no decir más caliente. 

La ceniza que circula por mi cuerpo es la del Génesis. 
La madre del polvo indestructible.  
La del barro y la costilla. 
La que traza el Círculo. 

Lo mismo te pasa a ti, ya lo sé y sé que tú lo sabes, aunque a veces, muchas veces, tontamente, los dos miremos para otro lado.

 Memento, homo, quia pulvis es in pulverem reverteris.

Como la materia gris de mi cerebro, como la energía que circula por mis meridianos, como la filigrana oscura de mis nervios o el caudal rojo de mis arterias, finos hilos de ceniza me recorren de punta a punta. 
Polvo soy y al polvo volveré, tremendo pero lindo.

La cruz de la frente que me recuerda el fin de la juerga marca el doble estigma de la cuaresma con sus vigilias y de que me quiten lo bailao y lo que seguiré bailando.

La ceniza es poderosa, puede volar muy alto, dar la vuelta al mundo, cubrir ríos, sumergir pueblos. El mismo Jesús la usó para inaugurar la homeopatía: devolvió la vista a un ciego untando en sus ojos obstruidos una pasta hecha con ceniza y espuma de su divina boca.

Otro dios, Shiva el gran destructor, no para de bailar y tocar la flauta por los siglos de los siglos, y no se lo impide el que su cuerpo sea del color y la materia azul grisácea de la ceniza. Los propios yoguis de la India, tiñen su piel de ceniza para manifestar la renuncia a los placeres mundanos y ganarse unas rupias luciendo su fina  estampa: eros y tánatos hermanados.  

El ave Fénix, ese enorme pájaro tan bello y tan fiero que vive en el mismísimo Jardín del Edén, muere y renace de sus cenizas cada quinientos años, guardando en su pico la llave de la inmortalidad.

La ceniza es mi luto y mi esperanza, vive en mí; si me pinchas, quizás derrame grises gotas sobre el dibujo de la alfombra. 
Porque yo, y no la rubia del zapato de cristal, sí que soy la Cenicienta.



sábado, 11 de enero de 2014

CON PERMISO DE EL ZURDO


El Zurdo (cantante de La Mode) con su pájaro, a la conquista de Avalon

Es él. No hay duda. Hace más de treinta años, treinta y dos si me pongo impertinente, solo pasamos unas horas juntos y aún tengo grabado cada detalle de su cara. El desafío burlón de su larga nariz, la seriedad imposible de su mirada, el perfil roto que marca la pequeña cicatriz en su labio superior. Sí, ahí está la cicatriz. El desvaído recuerdo de lo que fue su flequillo, su largo flequillo a lo Brian Ferry, el que me enganchó y tiró de mí, ahora domesticado por un corte algo clásico y algunas canas como pintadas con cal azul.

Lleva el carro a tope: cereales a porrillo, yogures por docenas, dos cajas de leche entera (¡qué horror!), pasta de ricitos por un tubo y varias barras de pan de molde. Familia numerosa por lo menos. Alguna cervecilla suelta, menos mal, y dos botellas de tinto que parece bueno.


Mírate, mírame. Ahora la fiesta se ha acabado de verdad, chaval, hace mucho que se acabó. El destino ha sido el aburrido y semilimpio extrarradio de esta ciudad que detesto y tú ni siquiera has vuelto la cara en la cola del híper porque no me has reconocido, no me recuerdas, posiblemente has mandado las brumas de Avalon a la mierda y ya no queda nada del asiento  trasero de aquel coche, de aquella noche, de aquellas estrellas.


 Depositas con cuidado las cosas en la cinta, tanteas el bolsillo trasero del pantalón, sacas la cartera para pagar. Tus manos. Ahora recuerdo tus largos dedos blancos, tuve tiempo en ese rato eterno para retener la exacta forma de tus uñas mordidas y el brillo de ese anillo que por supuesto, ahora consideraríamos de muy mal gusto.


No hubo presentación, no hubo despedida. Nos encontramos por casualidad en el sucio baño de caballeros de aquel garito que cerraron poco después y no nos volvimos a ver más hasta hoy. No sé cómo te llamas, nunca lo supe. No nos interesó nada, nada de afuera, nada de nosotros mismos. Todo lo importante cabía en el estrecho espacio que flotaba entre tu lengua y la mía, al ritmo de aquella canción de Roxy.


Ahora metes todo en las bolsas y te vas otra vez para siempre. Y yo sigo aquí, bailando en ninguna parte, viéndote marchar mientras saco mis cuatro cosas de la cesta y pregunto a la cajera  si aún sigue la oferta de champú.