martes, 13 de mayo de 2014

LA AMANTE DEL VOLCÁN

Un volcán a punto de dormir. Foto de S.M.

Es cierto que desde arriba el enorme animal parecía solo dormido, la cabeza, al sur, sumergida en el agua.

Desde el cielo, pero ya a vista de pájaro con buena vista, el dinosaurio parecía tener jorobas repartidas por todo su cuerpo y una larga columna vertebral hecha de montañas chatas y redondas. 

Al aterrizar, el viento zarandeó el avión como a un juguete viejo, un torbellino de arena hizo una corta cabriola en la misma pista del aeropuerto y sonó una extraña trompeta: supe en ese momento  que llegaba a una tierra tan sagrada como la que rodea el Valle del Jordán, quizás a la alejada isla donde van a morir los ángeles que ya se han cansado de respirar. Eso explicaría los altos túmulos.

Un azafato piadoso se alarmó con el brillo alucinado de mis ojos y me creyó un caso más de aquellos que tienen pánico a volar. Me hizo el regalo de su mejor sonrisa cuando entramos en el  finger y por si eso era aún poco, me recitó con su acento cadencioso el mantra más tranquilizador y profesional que sabía: bienvenida a Lanzarote.

Efectivamente esas enormes rocas ocres que había visto a través de la ventanilla del avión armaban un archipiélago varado en medio del atlántico: eran islas, no se trataba de una manada de olvidados dinosaurios.

Lanzarote: cuatro días escasos para aprenderme tanta belleza.

La isla del huracán perpetuo tiene más de cien volcanes inertes (grises, negros, pardos, rojos) anillando el horizonte, separados como familiares algo enfadados o solapados unos sobre otros, viejas montañas cansadas e inofensivas; un suelo negro y rugoso donde duermen sin cerrar los ojos oscuros lagartos; casas rasas y blancas de una belleza primaria y exquisita; gordos y floreados o altos como lanzas, miles de cactus que se han comido todos los tonos del verde, carnosos, incitantes, a los que solo un rescoldo de prudencia me impidieron, con deleite, acariciar.

Pocos días para tanto y tan bello: vivir los cuatro elementos al desnudo y dando lo más grande de sí mismos para poder ser jurado en el concurso más difícil. Tierra, aire, agua y fuego compitiendo por la corona bruñida de la isla.

En plan Empédocles, a vueltas con la sandalia.
Mi estancia en el reino de los volcanes dormidos fue como leer un extenso manual de belleza, repasar ciertos cánones de la hermosura que ya venían  asimilados de casita (la duna y la piedra arañando el atlántico más azul, el viento y el oleaje disputándose  el trono del Estrecho, las nubes veloces estancando el cielo de bruma gris y privándome muchas horas  de mi propia sombra) pero sobre todo aprender aquel paisaje que tantas veces no me recordaba a nada conocido: todas las lecciones que suspendí en aquel examen de proporciones áureas. Allí no hay prados floreados, ríos navegables, altas cumbres con lagos añiles escondidos, catedrales con cientos de vidrieras y de años. Solo viento, palmeras y lava para cocinar con ellos el mojo más espléndido.

Lanzarote díscola, Lanzarote extraña, Lanzarote como un juego de muñecas rusas que de continuó hay que encajar: la isla en el archipiélago, y dentro de la isla un volcán y dentro del volcán una viña, y aún dentro de ella la fragancia  de un vino amarillo, singular y exquisito. Niñas aplicadas que todo lo aprenden en la escuela de sus mayores, las viñas se guarecen en corrales de piedras volcánicas: pequeños cráteres  que no escupen lava, sino verdes hojas enredadas en zarcillos y perlitas de uva malvasía.

Todo el tiempo, hasta el último minuto, me acompañó la sensación de que aquel amor era de los antiguos e iba a ser para siempre, de que me había convertido en la amante de esa tierra áspera, dueña de una hermosura infrecuente y primordial.

Como aquellos que arrojan monedas en las fuentes para asegurarse el regreso a la ciudad que visitan, yo dejé una sandalia en la boca seca de la montaña de Guanapay en memoria de tantos que lo perdieron todo por el fuego, hasta la vida. En prenda, para confirmar nuestra recién descubierta alianza y legitimar mi retorno.

El tiempo, diligente, marcó la hora del regreso, de hacer las maletas de nuevo. Yo no me conformé con traerme un par de botellas de vino blanco, una crema reafirmante con savia de cactus o un collar de prístinas olivinas isleñas de recuerdo. Burlando al burlador, escondí entre la ropa usada un montón de piedras y virutas volcánicas que sobrepasaban de sobra los doce kilos que exige el reglamento.

Ya en casa, mientras repasaba una y otra vez las fotos de la isla como una niña enamorada, dispuse estratégicamente las piedras por los rincones y las macetas y dejé una bien redonda, negra y porosa en la terraza, al sol demasiado caliente de estos días.

Ahora sé el secreto de la isla, sé por qué allí no descansa jamás el viento. También sé que definitivamente no se trata de dinosaurios, como creí engañada en un principio. No es cierto que los volcanes estén exánimes, ni siquiera que estén dormidos, aunque eso en realidad ya lo descubrí del doméstico géiser de Timanfaya. El viento sopla con furia y sin descanso para enfriar el fuego de las falsas montañas, para que no se crezcan, para que no tome vida tanto dragón entumecido.  

La piedra negra de la terraza está empezando a respirar. Por la noche se enciende un corazón rojo de fuego en su centro y escupe un hilito de azufre líquido por algunos de sus poros, supongo que para equilibrar tanto calor como recoge durante el día. Si afino el oído escucho un lamento: creo que el pequeño dragón llora porque se acuerda de sus padres. Entonces yo le canto una nana inventada y le soplo suavito, admirada aunque con algo de temor.