jueves, 21 de julio de 2016

LA CANCIÓN DEL VERANO

Cigarra. Fea pero resultona.
¿Recordáis esa tortura antigua que se llamaba la canción del verano?

Yo tengo bastantes años como para deciros que sí, que la recuerdo perfectamente, y que ese recuerdo siempre viene acompañado de una gota, no sé si de sudor o de escalofrío, que recorre mi espinazo.

Veo veo, y en ese recuerdo veo a Georgie Dann, el verdugo de la sonrisa perenne, rodeado de bellas señoritas y embutido en un extraño mono plateado, abduciéndonos desde las primeras pantallas en color con obsesivos temazos y con coreografías básicas pero imposibles, tan imposibles que no consiguen microalborotar,¡oh, misterios de la laca!, su mata de pelo negro, y que no se me disguste Camarón.

Ahora habrá otras canciones, otras coreografías de las que no consigo ponerme al tanto debido a la profusión de canales de televisión, vídeos de you tube, emisoras radio o fiestas nocturnas que brinda este mundo plural y disperso, y del que tantísimas veces, deo gratias, estoy ausente.

A pesar del poder de convocatoria y persuasión de estos temas comerciales y aparentemente ligeros, del empeño de las discográficas, de las mañas o las trampas para imponer en las listas uno o varios números uno, para mí la verdadera canción del verano, la única banda sonora que consigue mantenerse año tras año, (casi desde el principio de los tiempos), en el número uno de la más codiciada y banal lista de éxitos, es el canto de la chicharra.

En nuestro verano mediterráneo, a ratos, en las horas de más calor y siempre que haya un árbol y un trozo de sombra, ese canto abdominal y poderoso lo envuelve todo.

Cierto es que más se parece al inquietante sonido que desprenden los cables de alta tensión o a las tétricas vibraciones de los molinos eólicos que a una canción, que de melódico tiene poco, de ligero o ameno menos, pero si te concentras en él, si dejas que se apodere de ti, este canto firme y obsesivo tiene la letra y la música más veraniega que mente humana, incluida la de Georgie Dann, haya podido discurrir para ilustrar el poder y el abandono del verano.

Sabemos lo que hace esta ilustre holgazana durante lo que gran parte de la humanidad llama el buen tiempo. Frente a la provisión dócil y gregaria de la hormiga, ella nos reta desde la sombra, desde esa ambigua sombra que tantas veces se acerca a los cuarenta grados, a cantar y a cantar.

Carpe diem, parece decir la letra de su canción. 

¡Y que no nos venga ese aguafiestas llamado Samaniego a recordarnos otros rigores, los que indefectiblemente traerá el invierno!